LA TORMENTA
Llegó la tormenta y lo arrasó
todo. Dejó a la gente sin hogar, sin esperanza, sin palabras, sin vida. Nadie
supo predecir la violencia desmedida de la tempestad hasta que fue demasiado
tarde. Alguna voz ermitaña, tal vez, con el lenguaje intelectual, probablemente,
anunciara en voz baja alguna mínima catástrofe. Una voz demasiado lejana,
demasiado oscura, demasiado débil. Una voz que no supo llegar a nadie, o no
quiso, o no la dejaron. El caso es que la tormenta, además de asolar la tierra,
sembró el terror y la vergüenza entre los que más habían perdido. El consuelo
se volvió un mendigo, la caridad un negocio, la dignidad un lujo… Los nigromantes
se enriquecían vendiendo sus predicciones y enmiendas. Los avaros se frotaban
las manos. Los lúcidos se marchaban. Los pobres ya no tenían donde caerse
muertos. El pueblo se resignaba. Trabajaba todo el día para levantarse de
nuevo. Los sacerdotes insistían en las copiosas ofrendas como único medio de
salvar el futuro. La gente analfabeta se quitaba el pan de la boca para
brindarlo a los dioses, siguiendo los designios de las santas ordenanzas. El
llanto se exprimía. Las costillas afloraban marcándose en las pieles. Las batas
sagradas, sin embargo, se quedaban estrechas y cortas y abundantes. Un hombre
vió morir de hambre a uno de sus hijos y entonces se alzó en armas y reventó su
garganta contra todo lo establecido. Nadie le ayudó en primera instancia, pero
su grito perduró y su lucha se acrecentó aún más. La amenaza de otra posible
tormenta por la indisciplina y la desobediencia hacia los divinos poderes ya no
afectaba a sus oídos, tupidos por desconsuelo. Pronto murieron otros hijos de
otros hombres y otras mujeres que en nada se le parecían, pero el dolor los
hizo comunes y también hermanos. Se cogieron de la mano y avanzaron hacia
aquellos que intimidaban a los humildes. El grito empezó a extenderse y también
los muertos; y la desesperación hizo más fuerte al pueblo que se levantó
definitivo y se hizo poderoso. Lejos de esperar la acción divina o
gubernamental, el pueblo asaltó a aquellos que lo llevaron a dormir a la
intemperie, a mal comer y a enfermar, a aquellos que les robaron la dignidad y la
esperanza, el futuro y la vida. No tuvo clemencia de ellos porque no la merecían.
Y nunca hubo más tormenta que las de fuegos artificiales en noches de fiestas
paganas, que las de lluvia leve y reguera de campos fértiles y comunes. Y
ningún dios requirió sacrificios y ningún hombre sacrificó lo ajeno. Y aquella
historia corrió entre la gente por varias generaciones para que nadie olvidara nunca
lo acontecido y nunca volviera a ocurrir nada que se asemejara.
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