EL LOBO FEROZ
Después de una larga temporada de ausencia, el Lobo Feroz,
volvía a su bosque. Diez años de presidio en el penal mayor del estado son
suficientes para apaciguar al peor de los seres, debió pensar el juez al darle
la condicional. Lo cierto es que el Lobo Feroz no había desaprovechado el
periodo de aislamiento. Una licenciatura en Psicología y Diplomatura en
Derecho, más un master a distancia por la Universidad de UCLA en Psicología
Delictiva. Así pues, El Canino, como lo llamaban entre barrotes, salía
reformado e ilustrado, dispuesto a emprender una nueva vida en su bosque natal.
Llegó a media tarde y pronto empezó a notar los cambios.
Entró por el bando oeste del boscaje y de inmediato se topó con la casa de la
abuelita. Parecía recién pintada. Sobre el tejado se apreciaba una enorme placa
solar con un deposito de agua. Junto al mismo una pequeña antena parabólica
apuntando al firmamento. Tuvo curiosidad por ver si la abuelita permanecía allí
y se asomó sigilosamente a una de las ventanas. El interior estaba oscuro y con
ayuda de la app-linterna del móvil pudo apreciar el mobiliario cubierto de
sábanas blancas. Supuso que la abuelita habría fallecido. Sintió lástima. Al
alejarse y mirar atrás se dio cuenta de que cubriendo una de las ventanas había
un enorme cartel de una inmobiliaria con unas letras grandes: ‘Se Vende’, y un
número de teléfono. Llamó. El precio le pareció desorbitado y aunque le
ofrecieron buenas condiciones de pago rehusó comprarla.
Decidió continuar por el camino del río. Aquel por el que
sugirió ir a Caperucita el recordado fatídico día. Se lo encontró asfaltado,
con farolas de luces halógenas, bancos y papeleras cada cincuenta metros, gente
caminando en chándal y auriculares en los oídos y un carril-bici de dos
direcciones. Se asustó y saltó como si le quemaran los pies continuando su
camino entre los árboles y el follaje.
A los cinco minutos de paseo supo que se acercaba al claro
del bosque donde asaltó a la dulce Caperucita. ¡Qué recuerdos! ¡qué emoción la
de aquel día! Una música percutora acusaba sus agudos oídos. La siguió,
procedía del claro y pudo diferenciar risas masculinas y femeninas. Llegó al
claro. Se asomó entre las ramas y los vio. Unos cuantos chicos con gorras de
larga visera y ropa ancha, con pantalones caídos y calzoncillos de marca. Unas
chicas ligeras de ropa y mucha pintura sobre el rostro. Un Honda Civic negro
con el maletero abierto y una música atronadora retumbando sobre los árboles.
Botellas de alcohol y bolsas de hielo en el suelo. Un chico se apartó para
acudir al coche y entonces la vio. Allí estaba Caperucita, con un piercing en
la nariz, los labios pintados de rojo sangre, el pelo teñido de negro, los
pechos evidentemente operados bajo un descote monumental que elevó de inmediato
el ego del Lobo Feroz. Un tatuaje de una garra en el hombro izquierdo y otro de
Justin Bieber en el derecho. Un top rojo. Otro piercing en el ombligo. Una
minifalda negra y unas botas de cuero y hebillas. Un cañón del polígono. El
Lobo empezó a encenderse, notó como sus peores instintos rebrotaban desde lo
más profundo de sus entrañas y se le erizó el bigote. Se puso a cuatro patas
(algo que no hacía desde que entró en el talego) y saltó al claro.
-
¡Ostias! ¡Qué susto, colega! ¿De qué va este? –
dijo un chico.
El lobo avanzaba a cámara lenta sobre sus cuatro garrafales
patas. Caperucita lo reconoció de inmediato.
-
Pásame el porro, Vicky – soltó la Caperuza.
Cerró los ojos y le dio una calada de esas de las que
derriten los carrillos. Abrió los ojos de nuevo y el Lobo seguía allí,
avanzando hacia ellos. Miró el porro y lo tiró al suelo.
El lobo se situó delante de ellos con los ojos colmados de
fuego y aulló con tal violencia que los chicos, las chicas y el Civic
desaparecieron de la escena, dejando allí sola a la pobre Caperucita. El lobo
llegó a sus pies y se levantó lentamente derramando su aliento por todo su
cuerpo, olfateando a la par que ascendía por sus piernas, sacando su lengua
áspera a la altura de sus senos de seis mil pavos y alcanzando su cuello. Para
entonces, Caperucita, con los ojos cerrados y mordiéndose el labio inferior, se
creía ya devorada a plena luz del día y para ser sincero, lo estaba deseando.
El Lobo Feroz, entonces, la cogió en brazos y la llevó a su
casa, a donde llegó desvanecida. Así se la entregó a su madre, que estaba de
muy buen ver, cosas de los genes. Y tras una breve charla, un café y un
bizcocho, a esta sí, la devoró tres veces aquella tarde, y otras tres veces al
día siguiente y así cada día del resto de la semana. Finalmente se fueron a
vivir juntos y montaron una agencia de detectives privados. A Caperucita la
internaron en un centro de reeducación y hoy está estudiando Educación
Infantil.
Del capullo del Cazador nunca se supo nada.
Comentarios
Un abrazo
Felicitaciones por cada publicacion!!
Es genial ser parte!
besos