LA AGENDA DE TELÉFONOS


Eran las nueve post meridiem. La luz comenzaba a despedirse de las calles de Sevilla, de sus plazas, de sus puentes. Las azoteas estaban seccionadas por un hilo de penumbra y las aves diurnas hacían el último acopio de enseres. Las terrazas de los bares se preparaban para recibir el goce culinario de papilas procedentes de medio mundo. Aquel día y a aquella hora las botellas de vino vacías eran ya un hermoso bosque sobre la mesa de palisandro en el salón de Javier. Con el embrujo de Dionisio sobre las sienes, Javier escudriñaba artículos de su juventud, guardados meticulosamente en una caja de zapatos. Encontró entonces una antigua agenda de teléfonos con números escritos a grafito. Los nombres de féminas le trajeron recuerdos, lascivos a veces, románticos otras. Lamentó por momentos haber terminado tan solo pero, tal vez, no había encontrado a la mujer de su vida. Abrió otra botella para celebrar haber vivido intensamente hasta los setenta. Entre descorchar el Tres Picos de Bodegas Borsao y saborearlo se le ocurrió una idea. Buscó en la agenda el nombre de aquella mujer a la que más les gustó besar en su vida. Cogió el teléfono y la llamó confesándole esa preferencia: Disculpa, soy Javier, probablemente no te acuerdes de mí, solo quería decirte que jamás en mi vida nadie me besó como lo hiciste tú. Adiós. Después buscó el teléfono de aquella mujer con la que más le gustó conversar en su vida. Descolgó el teléfono, llamó a la aludida y se lo expuso. Así continuó hasta altas horas de la noche con la que mejor sexo gozó, la que más amor le indujo, la que más admiración le despertó… El efecto del alcohol acabó por vencerlo.
A la mañana siguiente Javier despertó abochornado por lo que había hecho. Toda una vida de respeto por el género arruinadas en una noche de nostalgia senil y alcohol garnacha. Decidió volver a llamarlas a todas y pedirles disculpas. Cogió el teléfono y buscó las llamadas. Javier miraba incrédulo la pantalla del móvil, los ojos se le llenaron de lágrimas, las manos trémulas dejaron caer el celular que al estrellar en el suelo se desmembró como un muñeco de cristal. Se sentó sobre el sofá y se echó las manos a la cara intentando contener lo que ya era una catarata de sal por las mejillas. Todas las llamadas las había realizado a la misma mujer.

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