ATLAS
El Profesor entró
en clase aquella mañana de miércoles con las mismas ganas que un paciente a una
colonoscopia. Los alumnos estaban alborotados como era costumbre antes de
iniciar una lección. Soltó su cartera, se quitó el abrigo y lo colgó
parsimonioso en el perchero. Se acercó a la pizarra y escribió ‘ATLAS’, así,
todo con letras mayúsculas. Luego se sentó y esperó manso a que sus jóvenes
pupilos se calmaran mientras los observaba reflexivo. Esto ocurrió en un par de
minutos. Entonces, sin levantarse si quiera, recostado sobre el sillón, con los
dedos de ambas manos entrelazados sobre su abdomen preguntó qué sabían de aquel
personaje mitológico. Los pocos que acertaron a decir algo coincidieron en que
Atlas fue condenado por los dioses a sostener el mundo sobre sus hombros.
-
¡Sois unos necios! – estalló el profesor,
entonces, alzándose de un salto.
Se hizo el
silencio, el profesor caminó delante de la pizarra con su mano derecha sobre la
cadera y su mano izquierda sobre las sienes, cubriéndose los ojos. Entonces, se
paró frente a ellos.
-
Os lo creéis todo. Todo. – hizo un pequeño gesto
de negación con su cabeza y alumbró un leve suspiro. - Nunca Atlas sostuvo el
mundo. Nunca.
Los alumnos
miraban a su tutor sabiendo que aquella no era una clase formal. Aquello que
estaban presenciando trascendía a toda planificación curricular. Desde el más
aplicado discípulo hasta el más díscolo de ellos permanecía con los ojos
abiertos y los sentidos alerta. Nadie quería dejar escapar ni una palabra, ni
un gesto. Allí estaba pasando algo diferente, había algo que aprender para
siempre. Algo de verdad.
-
Nunca Atlas sostuvo el mundo de nadie. Lo que
hizo fue sostener el arco del firmamento. El cielo. Sí, ilusos, ¡El cielo!
Nadie va a venir nunca a sostener vuestro mundo. ¡Nadie! Vuestro mundo es
vuestro, solo vuestro. Pero Atlas… solo…
Tragó saliva.
Saliva que parecía plomo líquido.
-
Para sostener el cielo sí que vais a necesitar a
alguien.
Cerró los
ojos unos segundos. Aguantó la voz y…
-
¡¿Todavía estáis ahí?! ¡Salid ahí fuera,
idiotas! ¡Salid ahí a ayudar a vuestro Atlas! ¡No lo dejéis solo sosteniendo el
cielo, ineptos!
Algunos
salieron corriendo. Otro se confesó a su compañera de asiento. Una se levantó y
besó en los labios a otra chica. Y los más cobardes se echaron a llorar.
-
¿y usted profesor? Preguntó alguien.
El profesor,
se colgó la cartera del hombro derecho,
se colocó el abrigo sobre el antebrazo izquierdo y dirigiéndose a la salida
contestó en voz baja:
-
Para mí ya es tarde. El cielo se me ha caído
encima.
Comentarios
Felicitaciones por cada publicacion!!
Es genial ser parte!
besos