DESPUÉS DE NACER EL MUNDO


(imagen de Leonid Afremov) 

La mañana después del nacimiento del mundo Andrés despertó desorientado. Se vistió con lo primero que encontró, olvidando los colores y experimentando la dislexia. Le pareció que todo cuanto surgía a su alrededor perteneciera a otra época anterior, pretérita y vetusta. Salió a la vida exterior como un potro recién nacido, con paso dubitativo pero con un hambre atroz por encontrar caminos. Ante sí se levantaba una urbe nueva, inhóspita. A las primeras de cambio se cruzó con un vecino. Un rostro extrañamente ajeno. Éste le ofreció un gesto amable de su mano y un sonido indescifrable que interpretó como un saludo. Sintió que debía entender su idioma pero la realidad es que no era capaz de reproducirlos con su voz y por más que los repasaba en su cabeza no encontraba la manera de comprender su significado. En medio de su desasosiego se acercó a la cafetería de la calle Vesubio y pidió un capuchino. El camarero le habló en otra lengua distinta y desconocida para él, algo nórdico o élfico. Se extrañó mucho, pero tomó la taza, pagó y se sentó sin más. Se sentía ajeno, desubicado, como si aquel mundo nuevo que se abría ante sus ojos no fuera tan suyo como de cualquiera, como si se le hubiera otorgado sin ser preguntado al respecto y, además, con la sensación culpable de no merecerlo. Se levantó y siguió caminando por la acera, inseguro y temeroso, sin saber qué le estaba pasando. Llegó al quiosco de prensa y tomó el diario popular, el lenguaje que en él se extendía le resultó ilegible, incluso el alfabeto utilizado no se correspondía con ninguno que él pudiera reconocer. Al ver su rostro de incredulidad fue cuestionado por el señor del quiosco, pero su voz, apenas perceptible, no alcanzaba a entenderse. El gesto del hombre al reproducir nuevamente los vocablos invitaba a pensar que debía haber elevado el tono de voz, pero aun así, el sonido no alcanzaba el caracol interno del oído de Andrés. Soltó el diario impulsivamente y siguió caminando calle abajo. Los carteles publicitarios se le antojaban incomprensibles, los anuncios literales eran indescifrables y hasta el sonido de los vehículos a su paso proyectaban un ruido disímil. Todo un desvelo continuo hasta que en el cruce de las calles Afrodita y Catarsis se encontró con ella: La chica de la noche anterior, reconocible, memorable, lógica, con su pelo rubio, coleta alta, su boca pequeña, sus ojos tristes, su figura curvilínea, sus andares coquetos. Con un jersey en el que se podía leer 'Hoy es un día nuevo’. Ella lo llamó por su nombre, él se dirigió a dónde se encontraba con paso hipnótico, lento pero seguro. Le dio dos besos, se sentaron en un banco y, evadiendo los ruidos, soslayando lo insólito, hablaron el mismo idioma único durante toda la tarde, que pareció una vida.

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