LA INERCIA
Después de todo lo sucedido se fue a casa, se tiró en la cama y se hundió en el colchón. Lloró, lloró todo cuanto pudo llorar, lloró hasta deshidratar el alma. Se abandonó hasta no sentirse la misma persona. No. No luchó, no se mostró fuerte, no se levantó después de caer. Se rindió. Sí, se rindió y no hizo nada por recuperar su vida. En contra de todas esas frases motivadoras de Facebook, Instagram y Twitter huyó con toda la cobardía que cabe en el corazón de un ser humano. Se fue con una descomunal depresión tiñendo sus ojos, sus labios, su pelo y su ropa. Huyó tan lejos como su precaria economía le permitió. Se despojó de todo aquello que tuvo que ver con cualquier día anterior de su vida. Tomó el único camino que hubo para él y se conformó con lo que le fue asignado. No tomó decisiones. Se dejó llevar por la comodidad de los actos, por lo cándido, lo viable. La suerte, el destino, la inercia o el karma, qué se yo el qué le sonrió. Todo se abrevió en una cuestión temporal, probablemente estadística. Su único mérito, si así puede llamarse, se limitó a mantenerse con vida. El caso es que salió adelante, halló nuevos motivos, sentimientos honestos, luces regias y valor.
Murió feliz… un día, muchos años
después de todo aquello.
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