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LA CORRIENTE

Probablemente me dejaría llevar con ellos. Supongo que no lo dudaría. Entiendo que el corazón tiraría de mí, soltaría mis manos y lucharía por alcanzarlos. Sin pensar si quiera que tal vez fuera imposible, daría igual, porque si no fuera con ellos, ¿qué haría? ¿qué sentido tendría todo cuanto soy, todo cuanto hago o pienso? ¿Qué más daría firmar la defunción de todas mis historias si la corriente los lleva? ¡Qué dolor, madre mía! ¡qué dolor más grande! Y cuando llegara el momento de rendirse y entregarse a la corriente sería soportando la culpa de no haber sido capaz de protegerlos, de asirlos debidamente, de retener sus cuerpos junto al mío. Así que, ¿qué más daría la muerte? ¿qué iba a importar ya el tiempo? ¿qué razón quedaría viva? Casi no soporto imaginarlo, no creo que pudiera vivirlo. Ese hombre abrazado al tronco de un árbol viendo como la corriente le arrebata a sus hijos…

EL IMPRESIONISMO



Se habían citado en el Museo del Hermitage. San Petersburgo. Llevaba tres meses instalada en el histórico barrio de Colomna, junto al mercado Nicolsky, a orillas del canal Griboedov. Aún no conocía la ciudad en profundidad y el museo le pareció un buen lugar. No sabía si estaba haciendo bien. Habían pasado quince años desde la última vez que lo vio. Él siempre mostró un extraordinario interés por mantener el contacto, pero ella era demasiado perezosa para esas liturgias. Vivía muy al día y su trabajo le imponía un ritmo frenético a su vida. Llegó al museo veinte minutos antes de la hora concertada, paseó un poco por las galerías y él no estaba. Recordó entonces lo impuntual que fue siempre, lo informal y espontáneo que era. Lo salvaje. Todo lo contrario que ella. Tal vez eso fue lo que la enamoró tanto. Recordó cuanto reían juntos y lo bien que besaba. Sí, la verdad es que nunca la habían vuelto a besar como él lo hacía. Entre recuerdos y galerías llegó a la sala del siglo XX. Se sentó en un banco de cómoda apariencia frente a un cuadro de Monet, concretamente ‘Mujer en el jardín’. El impresionismo siempre le fascinó. Estuvo cinco minutos mirando fijamente aquella obra. Disfrutó de aquellos cinco minutos como hacía mucho tiempo que no hacía, mezclando las emociones estéticas de aquella obra con los sentimentales recuerdos de su romance. Y entonces lo vio claro.  Se dio cuenta de que era mejor disfrutar de aquella historia desde la distancia, igual que aquellas obras de Monet, Degas o Abbati. en las que el color, las líneas y las formas parecen perfectas vistas desde lejos pero que al acercarte encuentras que todo es difuso y defectivo.
Segundos después apareció él. Se sentó a su lado y antes de que pudiera decir nada, ella le selló los labios con un beso y se fue.

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