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LA CORRIENTE

Probablemente me dejaría llevar con ellos. Supongo que no lo dudaría. Entiendo que el corazón tiraría de mí, soltaría mis manos y lucharía por alcanzarlos. Sin pensar si quiera que tal vez fuera imposible, daría igual, porque si no fuera con ellos, ¿qué haría? ¿qué sentido tendría todo cuanto soy, todo cuanto hago o pienso? ¿Qué más daría firmar la defunción de todas mis historias si la corriente los lleva? ¡Qué dolor, madre mía! ¡qué dolor más grande! Y cuando llegara el momento de rendirse y entregarse a la corriente sería soportando la culpa de no haber sido capaz de protegerlos, de asirlos debidamente, de retener sus cuerpos junto al mío. Así que, ¿qué más daría la muerte? ¿qué iba a importar ya el tiempo? ¿qué razón quedaría viva? Casi no soporto imaginarlo, no creo que pudiera vivirlo. Ese hombre abrazado al tronco de un árbol viendo como la corriente le arrebata a sus hijos…

LA TORMENTA



Llegó la tormenta y lo arrasó todo. Dejó a la gente sin hogar, sin esperanza, sin palabras, sin vida. Nadie supo predecir la violencia desmedida de la tempestad hasta que fue demasiado tarde. Alguna voz ermitaña, tal vez, con el lenguaje intelectual, probablemente, anunciara en voz baja alguna mínima catástrofe. Una voz demasiado lejana, demasiado oscura, demasiado débil. Una voz que no supo llegar a nadie, o no quiso, o no la dejaron. El caso es que la tormenta, además de asolar la tierra, sembró el terror y la vergüenza entre los que más habían perdido. El consuelo se volvió un mendigo, la caridad un negocio, la dignidad un lujo… Los nigromantes se enriquecían vendiendo sus predicciones y enmiendas. Los avaros se frotaban las manos. Los lúcidos se marchaban. Los pobres ya no tenían donde caerse muertos. El pueblo se resignaba. Trabajaba todo el día para levantarse de nuevo. Los sacerdotes insistían en las copiosas ofrendas como único medio de salvar el futuro. La gente analfabeta se quitaba el pan de la boca para brindarlo a los dioses, siguiendo los designios de las santas ordenanzas. El llanto se exprimía. Las costillas afloraban marcándose en las pieles. Las batas sagradas, sin embargo, se quedaban estrechas y cortas y abundantes. Un hombre vió morir de hambre a uno de sus hijos y entonces se alzó en armas y reventó su garganta contra todo lo establecido. Nadie le ayudó en primera instancia, pero su grito perduró y su lucha se acrecentó aún más. La amenaza de otra posible tormenta por la indisciplina y la desobediencia hacia los divinos poderes ya no afectaba a sus oídos, tupidos por desconsuelo. Pronto murieron otros hijos de otros hombres y otras mujeres que en nada se le parecían, pero el dolor los hizo comunes y también hermanos. Se cogieron de la mano y avanzaron hacia aquellos que intimidaban a los humildes. El grito empezó a extenderse y también los muertos; y la desesperación hizo más fuerte al pueblo que se levantó definitivo y se hizo poderoso. Lejos de esperar la acción divina o gubernamental, el pueblo asaltó a aquellos que lo llevaron a dormir a la intemperie, a mal comer y a enfermar, a aquellos que les robaron la dignidad y la esperanza, el futuro y la vida. No tuvo clemencia de ellos porque no la merecían. Y nunca hubo más tormenta que las de fuegos artificiales en noches de fiestas paganas, que las de lluvia leve y reguera de campos fértiles y comunes. Y ningún dios requirió sacrificios y ningún hombre sacrificó lo ajeno. Y aquella historia corrió entre la gente por varias generaciones para que nadie olvidara nunca lo acontecido y nunca volviera a ocurrir nada que se asemejara.

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