CARA Y CRUZ


Llegó a la esquina de Pagés del Corro. Miró a ambos lados de la calle y se acicaló la chaqueta. Se aseguró de que el flequillo no había abandonado su postura. Recompuso el clavel de la solapa, que en la última carrera se había distraído. Estaba decidido. De hoy no pasaba. Entonces la vio. Venía vestida de negro, blusa y falda por la rodilla. cinturón bermellón a juego con los zarcillos y la pintura de labios. Tacón mediano, afortunadamente, porque alzaba buenos cuartos. Pañuelo y abanico de encajes. ¡Madre mía!, se dijo Manuel para sí. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un real. Lanzó la moneda al aire y al caer en la palma de su mano salió cruz. Cerró la mano, la volteó y volvió a lanzarla. La cruz volvió a ser visible. Repitió el ritual y la cruz siempre estaba arriba. En esas, ella ya estaba a su altura. Entonces, Manuel se guardó el real, se dirigió a la zagala y le dijo: Sshh, morena, te veo pasar cada día y nunca he tenido el valor de decirte lo que me haces sentir. Se que no me conoces y que pensarás que soy un loco. Ambas cosas son ciertas, pero no temas. Hoy ha salido cara y nada malo puede pasar. Ella le miró a los ojos y vio que le brillaban como el faro de Chipiona. Le miró las manos, rudas, trabajadas y trémulas como un flan de huevo. Los labios apretados y cárdenos. El sudor amaneciendo en la frente. Le tendió la mano, él la besó con suavidad y le regaló una sonrisa. Manuel le ofreció el brazo y ella se asió como un náufrago a una balsa. Al pasar por la capilla de la Estrella, Manuel se metió la mano en el bolsillo, cogió la moneda y la echó en una caja de zapatos que yacía a los pies de un indigente rendido por el sueño, y ambos se perdieron por la calle San Jacinto, camino de la velá. El indigente alzó la cabeza y miró en la caja. Al ver la cara de Alfonso XIII dijo: ¡ole, ahí los monarcas! y se echó a dormir.

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